Durante su dirección en CIESAS (1990-1996), Teresa enfrentó desafíos como un presupuesto limitado, sedes alquiladas y una planta académica con pocos posgrados. Sin embargo, convirtió estas dificultades en oportunidades, gestionando becas para investigadores que viajaron a Brasil, Inglaterra y Estados Unidos, apoyándose en programas del Conacyt para la repatriación de talento, además de impulsar la llegada del correo electrónico al centro a través de un convenio con la UNAM y revitalizar la producción editorial.
“Fue una gestión que exigió resiliencia y visión estratégica para asegurar la supervivencia y apertura de nuevas posibilidades para la institución”, recordó.
Fiel a su origen en la educación pública, Teresa remonta su formación desde la guardería del IMSS, pasando por la primaria, la Preparatoria 1 en San Ildefonso y la Escuela Nacional de Antropología e Historia, entonces ubicada en el Museo Nacional de Antropología. Fue bajo la tutoría de Guillermo Bonfil que se enamoró del trabajo de campo, explorando las ferias de Cuaresma en Chalco-Amecameca y Morelos, mientras el Archivo General de la Nación se convirtió en su segundo hogar.
A lo largo de su carrera, ha colaborado con instituciones como la Academia Mexicana de Ciencias, el Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales, el AGN y, por supuesto, el CIESAS, donde ha tejido una red vital para el pensamiento antropológico en México.
Su legado se refleja en seis libros en solitario, 13 coautorías y 32 obras como editora o coordinadora, además de proyectos clave como la modernización del Registro Agrario Nacional y el Archivo Histórico del Agua. En 1987 recibió el Premio de la Academia Mexicana de Ciencias, reconocimiento entonces reservado a menores de 40 años.
Para Teresa Rojas Rabiela, la historia y la etnohistoria son “un diálogo constante con el pasado, un eco que se filtra en el presente y en los gestos cotidianos de quienes cultivan la tierra o reconstruyen su memoria”. Subraya que comprender las tecnologías agrícolas e hidráulicas implica entender cómo las comunidades mantienen su equilibrio con el entorno pese a las adversidades.
Con la serenidad que da una vida dedicada a escuchar, observar y transmitir, enfatiza que este conocimiento es vital y debe protegerse. “Transmitir esto a los jóvenes es una de las tareas más gratificantes que tengo”, concluyó.
Este premio, afirmó, es la cosecha de muchas manos: “mis maestros, colegas, los campesinos que me enseñaron a leer la tierra y los estudiantes que ahora emprenden sus propias siembras de memoria. Si algo nos deja este reconocimiento es la certeza de que la historia no duerme en los anaqueles; germina en cada archivo abierto.”
Fuente: Jornada